Pasó el miércoles a medio día. No era la primera vez, todo hay que decirlo, pero siempre viene mal. Mi teléfono móvil se precipitó contra el suelo y se golpeó. Nada nuevo. Pero el crujido hacía temer lo peor. Y efectivamente ocurrió: la pantalla rota. Muy rota. Tanto que ni dejaba ver lo que había debajo ni parecía que el sistema táctil transmitiese instrucciones. El móvil, que tenía el volumen al mínimo y las notificaciones desactivadas, acababa de quedar inservible.
Nada nuevo. Ya había ocurrido otras veces en los cinco años que me lleva acompañando. Pero el miércoles estaba en uno de esos lugares donde es improbable encontrar un sitio donde reparar o encontrar repuestos para el dispositivo. Más para uno que supera ampliamente la esperanza de vida media de un teléfono inteligente.
Uno de esos lugares donde la fecha indicativa de llegada de un pedido es algo orientativo. Tanto que podría llegar a no materializarse nunca.
Pero el sábado por la tarde estaría de vuelta al cuartel general. En la capital. Donde un desplazamiento de media hora me llevaría a algún establecimiento con medios para devolver su funcionalidad a mi dispositivo. Donde los gigantes de la distribución te llevan a casa cualquier cosa que necesites con bastante fiabilidad.
Así que decidí esperar. Podía sobrevivir unos días sin teléfono móvil. Más estos días. Estaba de vacaciones en familia. Cualquier comunicación urgente de o a mi círculo más próximo podría ocurrir a través del teléfono de mi pareja. Podía aprovechar a vivir desconectado y despreocupado de miércoles a sábado.
Unos días sin móvil como hacía tiempo que no recordaba. La verdad es que, en la recta final de la campaña electoral la desconexión se presentaba como un buen plan: nada de propaganda de partidos, mensajes radicalizantes o debates radicalizados.
Sin noticias del mundo exterior. Ni correo electrónico, ni conexión a la cuenta del banco ni un montón de cosas que no he echado mucho de menos pero que no he podido hacer. Porque todo pasaba por el móvil. Incluso encargar la pantalla nueva para reparar la avería. Confirmación en dos pasos con aplicaciones instaladas en el dispositivo al que no podía acceder. Sí me ha dado un poco de vértigo ser consciente de que la estrategia de seguridad, a la que tanto me había resistido hasta hace relativamente poco, puede jugar muy malas pasadas.
El domingo por la tarde llegó una pantalla nueva. Ya la había cambiado otras veces. En este y en otros dispositivos inteligentes. Un tutorial de Internet y un poco de ganas son suficientes para reemplazar una pantalla rota.
Sí, seguro que sería más fácil y más sostenible si fuese un dispositivo modular. Pero mi presupuesto en esta partida no me ha dado nunca para llegar al precio del Fairphone, a pesar de las ganas que le tengo y de estar siempre en la lista de candidatos para el próximo cambio.
Pero merece la pena, por el precio del repuesto, alargar la vida útil al cacharro. Es cierto que por el camino he ido perdiendo funcionalidades. Una de las veces que lo abrí rompí el cable del sensor de la huella dactilar, que no utilizaba. Otra vez dejó de funcionar la vibración. Esto me ha hecho perder alguna que otra llamada, ya que mi teléfono pasa la mayor parte del tiempo silenciado, pero también evita muchas distracciones.
Después del cambio de pantalla había muchos mensajes sin responder, algunas llamadas perdidas… poco a poco me iré poniendo al día. Por cierto, si tienes alguna respuesta pendiente llama, ya estoy conectado otra vez.
Hasta la próxima. No sé si es porque me estoy haciendo viejo o porque las pantallas cada vez más grandes son más frágiles, el caso es que de un tiempo a esta parte el accidente de la pantalla se me repite con cierta frecuencia. Mis primeros dispositivos, con pantallas de 5 pulgadas o menos nunca se rompieron, pero la de este, de algo más de 6 pulgadas, lleva ya unos cuantos viajes.
¿También te pasa? ¿Qué haces cuando se te rompe la pantalla del móvil? ¿La cambias tú? ¿La llevas a un servicio técnico? ¿Aprovechas para cambiar de móvil?