Una de las claves para avanzar en la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible que marcan la agenda hasta 2030 está en nuestro modelo de consumo. Y uno de los elementos que más condicionan el modelo de consumo es el envase. En su triple función de preservar los productos que contiene en su interior, facilitar el transporte y la manipulación de mercancías y ser el reclamo que capta la atención del consumidor.
Con independencia de los materiales que se utilicen en su fabricación, hay un aspecto fundamental que define si un envase es sostenible o no: la posibilidad de ser reutilizado. No es solo el evidente impacto ambiental que generan los envases de usar y tirar, son también los impactos sociales y económicos. Las consecuencias de un modelo de producción y consumo pensado para la reutilización de envases o no. La diferencia entre economía circular y economía lineal.
Los envases de usar y tirar están pensados para ser fabricados en un punto, a ser posible próximo al lugar de llenado, cumplir su función en una cadena de distribución, y ser descartados en un destino donde deben ser suficientemente atractivos como para cumplir el objetivo de ventas. Cerrar el ciclo, recuperar los envases tirados a la basura y convertirlos en materia prima, es costoso. Tanto que a escala global, por ejemplo, la cantidad de envases de plástico nuevos que proviene de envases de plástico reciclado es muy escasa.
Resulta esperanzador que las grandes corporaciones anuncien medidas al respecto. Que se propongan mejorar el diseño de los envases, aumentar la cantidad de material reciclado que emplean… pero siguen ancladas a un modelo insostenible que cada vez consume más materias primas y genera más residuos.
Y es normal, las grandes corporaciones globales existen gracias al envase de usar y tirar. Con ellos han ido barriendo del mapa pequeñas y medianas empresas locales, en muchos casos familiares, que resolvían las necesidades de sus vecinos de una forma más sostenible. El ejemplo más evidente es el de las multinacionales de refrescos. Antes de la incorporación y uso masivo de envases de usar y tirar había pequeñas envasadoras con productos propios que daban lugar a una curiosa variedad regional de refrescos. Hoy esa diversidad ha desaparecido, primero absorbida y finalmente eliminada por las grandes corporaciones.
El proceso es sencillo. En primer lugar, el envase de usar y tirar traslada al conjunto de la sociedad el coste de la devolución y retorno de envases. Si en tu pequeña embotelladora sigues empleando envases retornables de vidrio tienes unos costes de producción, en términos monetarios, mayores que quien utiliza un envase que no tiene que recuperar ni lavar. Qué también es más ligero y ocupa menos espacio, lo que también reduce el coste de transporte. Al problema de los residuos, que podemos resolver legislando la responsabilidad de quien pone en el mercado productos que con su uso se convierten en residuos, se unen otros que van desde el cierre de pequeños comercios en favor de grandes superficies comerciales a la deslocalización de la producción industrial.
Una cadena corta de producción y distribución, dentro de una misma ciudad o en el radio de hasta poco más de cien kilómetros, permite utilizar y rentabilizar envases reutilizables. Pero cuando los envases recorren centenares o miles de kilómetros, el coste del retorno es importante. Más aún si el producto viene de un lugar donde la mano de obra y las materias primas son especialmente baratas. El precio de mercado, el que el consumidor final está dispuesto a pagar, no es muy diferente, pero sí el margen de beneficio y la distribución de costes.
Quizá, en un blog en el que se habla mucho de residuos, el más evidente es el de la basura: si utilizo envases reutilizables incorporo en mi modelo de negocio la gestión de los envases vacíos, pero si elijo la opción de usar y tirar traslado costes al conjunto de la sociedad a través de sistemas de recogida de contenedores de colores, plantas de clasificación de envases, vertederos… Lo que me ahorro en recuperar y lavar botellas lo puedo emplear en campañas de imagen corporativa.
Quizá con unas buenas políticas de responsabilidad ampliada del productor, potentes inversiones en instalaciones de reciclaje y mucha educación ambiental consigamos reducir ese coste del envase de usar y tirar. conviene recordar que en un modelo de envases reutilizables pasaría de ser un problema de todos a ser un problema de quienes envasan productos.
Pero la sostenibilidad es algo más que los residuos. El desarrollo sostenible es aquel que permite satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer las suyas. ¿Necesitamos tener melón o fresas a nuestra disposición los 365 días del año? Seguramente no. Al menos no para estar bien nutridos.
El ejemplo de las frutas y verduras es importante. Durante la mayor parte del tiempo que va desde el inicio del neolítico (esa época en la que nuestra especie dejó una forma de vida nómada de sociedades recolectoras – cazadoras y pasó a asentarse en núcleos estables cuya alimentación depende de la agricultura y la ganadería) hasta nuestros días, las personas nos hemos alimentado, fundamentalmente, de productos locales y de temporada.
Digo fundamentalmente porque tenemos ejemplos de tráfico global de mercancías desde hace mucho tiempo. Quizá como ejemplo, relacionado con alimentos envasados, podríamos destacar la capacidad del Imperio Romano de llevar el olivo a lugares alejados de su óptimo de distribución biológica. Y de trasladar vino y aceite en ánforas de barro desde una punta a otra de lo que para ellos era el mundo conocido. De esta época también tenemos ejemplos del impacto de los envases de usar y tirar. Como el Monte Testaccio, una colina en Roma creada a base de acumular los restos de esas ánforas que llegaban sin parar a la metrópoli (y que debió dejar buenos agujeros en los lugares de procedencia del barro cocido).
Hasta fechas muy recientes el consumo de alimentos era fundamentalmente local, de temporada y proximidad. Sí, la industria de procesado y conservación de alimentos tiene una larga historia, pero la comercialización global de jamón en lonchas es relativamente reciente. Como lo es el empleo de envases mono dosis para la miel. Quizá de la miel aprendimos que grandes cantidades de azúcar permitían conservar alimentos en forma de mermeladas y confituras. Sería digno de estudio averiguar cómo pasamos de la necesidad de disponer de reservas para un aporte rápido de energía al capricho de untar pan con dulces a diario. Quien lo puso fácil, para que pudiésemos hacerlo en cualquier lugar, fue el envase de usar y tirar. En cómodos recipientes con la ración estipulada para cada dosis.
Muy curioso que un producto que tiene una capacidad natural para conservarse en cualquier recipiente de cualquier tamaño se comercialice en envases en dosis unitarias. Porque la miel, por si misma, dura años en un tarro de cristal, sin necesidad de vacío ni tratamientos adicionales. La miel de la alcarria, producida y envasada a menos de 100 kilómetros de una capital de consumo como Madrid.
La competencia feroz, de un mercado que vende sucedáneos adulterados, asfixia a los apicultores de toda Europa. Una actividad imprescindible para mantener procesos ecológicos clave (la polinización de la que depende la producción de alimentos), está desapareciendo de la mano del envase de usar y tirar. Sí, el apicultor local también podría envasar en plástico mono dosis, pero… ¿qué sentido tiene? El producto, cuando es miel natural, se conserva por sí mismo. ¿Comodidad? ¿Higiene? Responsabilidad social corporativa es apostar por esos locos que quieren conservar el oso con la apicultura, no vender como saludable un desayuno plastificado. Quizá esa cadena de hoteles tan molona y saludable podría sustituir los envases individuales de usar y tirar para mermelada y miel con dispensadores de producto a granel, al lado de las jarras del café o de la tostadora, desde los que servirte la dosis justa de dulzura que necesites para esa jornada. Que no es lo mismo desayunar de turista que de auditor ¿no?
El caso es que una de las comarcas con más renombre para la apicultura, con un mercado capaz de asumir toda la producción a la vuelta de la esquina, se queda sin gente que trabaje las colmenas.
Y es que las cadenas globales de distribución viven de marcas globales ¿qué colmenar podría abastecer a todos los establecimientos de un distribuidor mundial? ¿Cuántas abejas hacen falta para poner cientos de quilos a diario en todos y cada uno de los comercios de una cadena de supermercados que opere a nivel internacional?
Un producto homogéneo que se pueda vender con el mismo nombre en todo el mundo solo es posible en un proceso industrial. O muy industrializado. El modelo de negocio es el del refresco, hay que triunfar como la pepsicola. Bueno, como la otra… Agua, edulcorantes, colorantes, conservantes… y envase de usar y tirar. Fabrica y rellena donde sea más barato, que te quede margen para transporte y propaganda.
Lo que con la miel es imposible, con la agricultura y la ganadería se ha conseguido eliminando biodiversidad. Conseguir tomates iguales durante todo el año en cualquier lugar ha sido posible perdiendo variedades locales. Imponiendo en todo el planeta aquellas que son capaces de soportar las cadenas de distribución. De llegar a las estanterías de las grandes superficies con el aspecto que venden las campañas publicitarias de las corporaciones multinacionales. Nos han metido los tomates por los ojos. Un tomate ya no es una cosa jugosa y apetecible con sabor a huerta de pueblo en verano. Es rojo, redondo, liso… salvo que sea verdoso y arrugado que entonces ya no es tomate, es… una marca registrada por una corporación multinacional que me ahorraré de nombrar sin permiso expreso, por lo que pueda pasar…
Sí, claro que quedan huertas en el pueblo. Pero lo que ahora es una producción de ocio, o un pequeño complemento, hace unas décadas era la base económica y social de muchos municipios, hoy en proceso de abandono, que abastecían al comercio de ciudades próximas. Un entramado de relaciones entre el campo y la ciudad que se ha ido adelgazando progresivamente. En el mejor de los casos enterrando los suelos más fértiles para la ubicación de centros logísticos e infraestructuras de transporte, bajo vertederos o, con un poco de suerte, alguna planta de clasificación de residuos.
El comercio ha quedado en la mano de intermediarios que compran tomates si son iguales que los del anuncio. O pasas por el embudo o te quedas fuera. Y tienes que competir contra una explotación industrializada que quema la tierra con agroquímicos y explota personas que “vienen a llevarse lo nuestro”. No sólo eso, también envasa y etiqueta a pie de mata los tomates que dan la talla. Listos para cargar y llevar a miles de kilómetros de allí. No saben a nada, pero, si es necesario, aguantarán almacenados hasta que llegue el momento más adecuado para sacarlos al mercado.
¿Melón en plástico? ¿Plátano pelado, troceado y retractilado? Claro, el envase evita que se rocen y golpeen durante el transporte. No es lo mismo llegar de Villaconejos a Mercamadrid que de Chile a Barcelona. Mira qué bonitos y brillantes lucen en sus bandejas de poliestireno esos gajos de naranja. Mientras, la frutería de tu vecino, que sigue apostando por producto local y de proximidad se las ve y se las desea para seguir abierta. No puede, o no quiere, acceder a las condiciones del intermediario de la gran superficie. Apuesta por esas frutas y verduras de temporada. Mantiene vivo un mundo rural que cada vez tiene más difícil generar oportunidades para quienes no quieren vivir hacinados en la gran ciudad.
Y tu cada vez tienes más difícil hacer la compra en una tienda de barrio. Porque las que había van cerrando o porque en tu barrio, diseñado alrededor de un gran centro comercial, ni siquiera llegó a haberlas. Porque vives en un mundo globalizado donde tu horario y tus hábitos de consumo te vienen dados por las corporaciones para las que trabajas y a las que pagas tus deudas. Una economía que se basa en flujos lineales de recursos, materias primas extraídas en una punta del planeta, procesadas en otra, consumidas en otra y enterradas como residuos a miles de kilómetros de donde se extrajeron de la tierra.
Una economía que deja fuera al pequeño comercio, el que vive de productos diferentes, no normalizados. Productos sin marca que no aparecen en los anuncios de televisión, ni en la web de Amazon. O sí, pero que están en un espacio atendido por personas para personas. Establecimientos que necesitan que tú vuelvas cada semana, si la excusa es devolver un envase retornable o rellenar uno reutilizable, buena es. Establecimientos que no tienen tarjeta de puntos que puedes cambiar en la gasolinera o la agencia de datos porque les dan igual tus datos. Lo que les importa es tu persona, la que vive cerca y pude ir cada semana a hacer una pequeña compra.
Sí, afortunadamente a alguien se le ha ocurrido la economía circular. Una utopía para avanzar a un modelo más sostenible. Pero si nos centramos en la parte de convertir residuos en materias primas nos quedamos muy cortos. Porque la cosa va de resolver necesidades permitiendo a otros (que conviven actualmente en el planeta con nosotros, o que vendrán más adelante), resolver las suyas. Y, por muy reciclable que sea el envase, las galletas fabricadas con aceite de palma, deforestando países lejanos y esclavizando a sus habitantes para recolectar cantidades ingentes de algo que no les permite satisfacer sus necesidades, sigue siendo bastante insostenible.
Insostenible es crear la necesidad de consumo al público infantil forrando esas galletas con personajes de dibujos. Tanto como que cierra las tahonas de los pueblos donde la bollería artesana (esa que no puede almacenarse durante meses ni recorrer miles de kilómetros porque sus ingredientes naturales dejan plazos de conservación mucho más cortos), se ve desplazada por el reclamo publicitario. Enlazarlo con la presión social y el acoso escolar igual es alargarlo mucho, vamos a dejarlo en ¿quién quiere unas sabrosas magdalenas hechas con aceite de oliva cuando la tendencia son unas insulsas galletas cuya lista de ingredientes incluye sospechosos habituales de causar enfermedades varias? ¿quién quiere el sabor y la textura de la receta de la abuela cuando puede exponerse al riesgo de padecer desde alteraciones endocrinas hasta cáncer?
Sí, claro que me pongo melodramático. Pero como consumidor la sustitución de un aceite por otro no me aporta nada. Es más, refiero el sabor y la textura de las magdalenas con aceite de oliva. Pero a la industria sí le aporta mucho. Vendidas al mismo precio un margen de beneficio increíblemente mayor. Y, sobre todo, la oportunidad de acceder a un mercado global al que no se llega con productos que se estropean en un par de semanas.
La generalización del uso del aceite de palma está en que alarga la duración de los productos permitiendo su almacenamiento, transporte… y envasado individual. ¿Qué sentido tiene vender cada magdalena en su bolsita de plástico? Cuando te las tienes que comer en la misma semana, poco, porque vas a comprar las justas para que no se te estropeen. Pero cuando duran meses dando vueltas por los armarios… Nuevamente el envase de usar y tirar como aliado del consumo insostenible.
En vez de subir media docena de magdalenas de la panadería, cargas un paquete de dos docenas en el supermercado… por si acaso. En este caso el problema, más allá de los ingredientes y su impacto en la salud de los tuyos, es el residuo: esos plásticos de usar y tirar que se puede permitir el proceso industrializado y que no tienen sentido en el escaso margen del proceso tradicional. ¿Qué pasaría si la corporación que vende las magdalenas envueltas una a una tuviese que recoger cada plastiquito en las tiendas donde se comercializa su producto? Por mucho que fuesen reciclables, las bolsitas individuales sólo tienen sentido en un proceso lineal: extrae materias primas muy baratas (aceite de palma) en lugares remotos y genera unos residuos (cajas de cartón con figuras de dibujos animados y envases unitarios) que no se volverán a destinar al mismo uso para el que fueron concebidos originalmente.
Por supuesto no se trata de volver al paleolítico, ni creo en el mito del buen salvaje. No hablo de descartar los avances que nos trajo la revolución verde. Creo que somos seres racionales, capaces de tomar decisiones y darnos cuenta de los impactos que generamos. De entender dónde hay problemas de escasez o dónde hay problemas de reparto o acceso a los recursos disponibles.
De ser conscientes de que el modelo de producción y consumo tiene elementos que favorecen esquemas más o menos sostenibles. Y de cuáles son las patas que sostienen esa sostenibilidad que nos proponemos alcanzar. De ver que tenemos recursos suficientes para hacer políticas sostenibles. De saber que los Objetivos de Desarrollo Sostenible son algo más que depositar residuos en contenedores de colores o que la economía circular va mucho más allá del mero reciclaje de envases de usar y tirar. Más circular es la reutilización y más sostenible es cuando se hace local y de proximidad.
Ni siquiera hablo de envases sí o envases no. Los envases son imprescindibles mientras siguen cumpliendo las tres funciones con las que abría este texto. Pero pueden hacerlo de una forma más o menos responsable y sostenible. Y la diferencia, sean de plástico, de vidrio, de metal o de barro cocido, es si son pensados para acumularse formando montañas de basura que legamos a las generaciones siguientes o si realmente pueden cerrar el círculo y volver al origen para seguir siendo envases. Quiero pensar que 2.000 años después hemos superado algo más que el arado romano.