Se acabó la Feria del Libro de Madrid. Edición mítica por ser la 70ª. Clásica por las tormentas y las lluvias típicas que suelen acompañar el evento.
Entre compromisos laborales, profesionales, familiares y activistas no había conseguido sacar un rato para pasear entre las casetas. Hasta la mañana del domingo, último día de feria. Con un sol de justicia, saqué un rato para acercarme al Retiro.
La sensación, la de siempre que acudes a la feria en fin de semana: mucha gente, demasiada. El reclamo del descuento y la posibilidad de conseguir un autógrafo, en algunos casos después de interminables filas al sol, fomentan el consumo rápido de novedades editoriales y líderes de ventas. Un consumo desenfrenado que no repara en los colores que diferencian a los expositores según su vinculación con el mundo del libro. Que podría conseguir una charla más sosegada y una dedicatoria más personalizada en cualquier otro momento.
Y como un oasis en mitad del desierto, allí está el librero. Entre las editoriales, las distribuidoras y los organismos oficiales. Ese artesano de la lectura. Al que puedes consultar durante cualquier día del año en su palacio de libros. El que conoce tus gustos y puede recomendarte mejor que cualquier algoritmo destinado a conseguir publicidad contextual. Libreros, son capaces de atraer la lluvia durante su feria para que te quedes en casa leyendo, en lugar de entregarte a la compra compulsiva de libros.
Sí, como si no hubiese librerías donde comprar un libro en Madrid, también he picado en la feria. Ya os contaré.